Texto de Vicente Jarque

Sombras de la ciudad
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La imagen arquitectónica ha sido desde hace mucho tiempo motivo de fascinación para los pintores. De hecho, los edificios parecen haberles seducido de forma casi tan permanente como la propia naturaleza. De la misma manera que existe un género pictórico llamado paisaje, de tan larga tradición, han podido llegar a reconocerse asimismo los derechos de la pintura de arquitecturas en cuanto que género emparentado con aquél y, sin embargo, tan opuesto. Ahora bien, si reflexionamos un ins­tante sobre la diferencia que hay entre pintar edificios o plazas y pintar árboles, montañas o ríos, nos veremos enseguida inmersos en un mundo complejo. Puesto que eso que llamamos naturaleza no es sino aquello que se encuentra en constante transformación, fiel al principio inexorable de la vida y de la muerte: pero únicamente para así perma­necer, para mantenerse, en lo posible, igual a sí misma; la arquitectura, por el contrario, es obra eminente del ser humano, es producto de la historia y, por tanto, del cambio: pero lo es sólo a titulo de esfuerzo de resistencia pétrea, de fijación enfática, de detención de ese flujo (natu­ral, por supuesto) del tiempo. Así, pues, lo que tenemos son dos cami­nos contrarios y una misma voluntad de durar: un buen asunto para pensar en él.
Para hacerlo podemos comenzar, por ejemplo, con aquellas imágenes arquitectónicas que tan importante papel desempeñaron en el contex­to del Renacimiento italiano, en los albores del mundo moderno. Esas figuras no respondían tanto al interés de proclamar el advenimiento ita­liano, en los albores del mundo moderno. Esas figuras no respondían tanto al interés de proclamar el advenimiento de una nueva época, cuanto, mas bien, a la ansiedad que derivaba de ese mismo atisbo: los pintores buscaron en la arquitectura un orden en el espacio y en el tiem­po, una racionalidad más que estable, virtualmente eterna, una geome­tría, una representación perspectiva. Sus arquitecturas eran figuracio­nes de la naturaleza abstracta, mas que representaciones de historia con­creta. Parece que éstas no se hicieron presentes de forma consciente hasta después de la irrupción del impresionismo. Puesto que sólo desde entonces ha podido ser vista la arquitectura en el marco mas amplio de la ciudad moderna.
En efecto, fue la experiencia de la gran ciudad del periodo ya tardocapi­talista la que introdujo la historia en la pintura del universo urbano. En los boulevards impresionistas, como en los de Pissarro, la ciudad aparece todavía dominada por residuos de naturalismo, pero ya se presenta como instancia de inquietud, como un lugar para perderse en el anonimato, cuando no como una especie de deslumbrante tentación. La fragilidad de la experiencia posible en la gran ciudad, entendida como paradigma de toda experiencia de lo moderno, se hace ya plenamente manifiesta en el París de Delaunay, en el dinamismo urbano de los futuristas italianos, en el desquiciado Berlín de Kirchner y Grosz, o en la melancólica Nueva York de Hopper. En este marco, y como siempre, De Chirico se nos ofrece como un caso aparte; como se sabe, lo que él buscaba era una especie de "revelación" que consideraba "metafísica", nada mas radical que aquella interminable filmación del Empire State con la que Warhol contribuyó a la representación artística de la arquitectura contemporánea. Mas tarde, las actitudes vagamente comunitarias y desconstructivas de Gordon Matta-Clark, asi como esas distanciadas construcciones que componen las silen­ciosas ciudades de Miguel Navarro, no han hecho sino confirmar, por la vía de la excepción, la enorme dificultad que hoy entraña cualquier esfuerzo de representar el universo urbano con los recursos heredados de la tradición del arte, incluidos, por cierto, los de las vanguardias.

Por eso Marcelo Fuentes ha tenido que buscarse su propio camino. Desde hace unos años viene pintando de manera obsesiva edificios, fachadas urbanas, fábricas, aspectos de una u otra ciudad como vistos por un imaginario transeúnte que, de pronto, reconociese a su paso una cierta singularidad, el rastro de una diferencia, el inesperado vis­lumbre de algo otro que asoma de pronto entre lo idéntico. De hecho, parece que fue la experiencia de esa súbita extrañeza la que movió a De Chirico a pintar sus torres y sus plazas presuntamente "metafísi­cas", aunque, sobre todo, siniestras. Ahora bien, no puede decirse que sea este el caso de Marcelo Fuentes. Él no ha recurrido a las casi inve­rosímiles construcciones renacentistas, clásicas, virtualmente intemporales, sino a la realidad arquitectónica del presente: no ha tomado como punto de partida aquello que nos ha quedado –algo siempre investido del aura mas o menos mágica del pretérito–, sino apenas lo que se puede encontrar por la ciudad mas allá de todo registro monu­mental. Y esto, además, no lo ha idealizado, sino que simplemente se ha limitado a ponerlo en evidencia.
De hecho, su punto de referencia es la ciudad contemporánea. Ha podi­do tratarse de Valencia, de Nueva York o incluso de Cartagena: para el caso es lo mismo. Marcelo Fuentes tiende a contemplar la ciudad como una entidad petrificada. Le preocupa en especial no introducir en sus imágenes cosas móviles, ni figuras de aspecto humano: "Esas manchas que hay ahí en la calle ¿parecen peatones?", me preguntó una vez mien­tras examinábamos una de sus pinturas. "Pues no, a mi no me lo pare­cen", le contesté. "Ah, menos mal: son sólo unas señales de tráfico", repuso algo más tranquilo. Pero si él no quiere ver entre sus arquitectu­ras ninguna figura humana, esto se debe seguramente a que, en el fondo, lo que espera es que la impronta de la humanidad solo sea reco­nocida en ellas por sus obras, es decir, por sus edificios, en donde se halla inscrita una forma de vivir, de habitar el mundo, o incluso de ins­taurarlo, como sugería Heidegger.
Esta actitud nos puede hacer pensar justamente en aquellos tiempos en los que la arquitectura descubrió su modernidad. En 1926, El Lissitzky se lamentaba de que en las fotografías del nuevo mundo urbano que el arquitecto Erich Mendelsonh había hecho en varias ciudades de los Estados Unidos, y que había publicado unos meses antes, no hubiese gente. En esas imágenes, escribía, "las calles están prácticamente vacías, la multitud ha desaparecido. Es como si el arquitecto intentara encon­trarse cara a cara con la arquitectura", sólo que "esto transforma la vida cambiante y pulsante en un museo. Las ciudades antiguas [...] se repre­sentan así, pero éste es el mundo de hoy, que no es aún parte de la his­toria"; lo que el comunista El Lissitzky añoraba era la presencia de "la marea humana de los cientos de miles que acuden al trabajo y regresan cruzando el puente de Brooklyn, contra un fondo de rascacielos". Una imagen bastante conmovedora en la que El Lissitzky no contaba, al pare­cer, con los poderes ineluctables del subway. Por lo dernás, el se refería a una colección de fotografías debidas a un arquitecto, y no al trabajo de un pintor, como es el caso de Marcelo Fuentes. De hecho, lo que El Lissitzky celebraba era la técnica como brazo de la revolución, y viceversa. Pero da la impresión de que hoy ya no tenemos tantos brazos
Más allá de aquellos viejos entusiasmos, y bajo su aspecto borroso y abs­traído, esas formas arquitectónicas de las que se ocupa Marcelo Fuentes nos transmiten todavía esa cierta idea de orden que resulta consustan­cial a toda construcción. Puesto que desde la más extravagante maravi­lla de un Frank Gehry hasta la más modesta e insulsa de las edificacio­nes, incluso una mísera chabola puede —y debe— ser igualmente vista, de alguna manera, como un monumento más al orden inventado por el ser humano: como el testimonio de un triunfo provisional sobre la eterni­dad de ese caos, cet affreux mélange, que tanto espantaba al Sócrates de Valéry en su diálogo con Eupalinos. De hecho, la escenográfica enfati­zación que las luces y las sombras, de las que nuestro artista se sirve de un modo ocasionalmente violento (en cuanto que instantánea e imagi­naria detención del inexorable curso del tiempo), no advierte sino de la presencia implícita de una intemperie natural que amenaza o que se cierne sobre la ciudad. Así se nos recuerda con la conveniente sutileza su condición vulnerable, lo quimérico de su afán de perdurar sin limi­te, de asegurarse un orden mínimo, la nuit solide de cada día.
En cierto modo, los edificios que pinta Marcelo Fuentes, a pesar de su apariencia ocasionalmente tan firme, tan vigorosa incluso en el marco de su condición enigmática y hasta retraída, son también ruinas más o menos virtuales. Puesto que esas edificaciones no van a durar toda una eternidad. En efecto, no pueden hacerlo, aun cuando aspirasen legítima­mente a ello. Y, sin embargo, la luz y las sombras con que interpreta las construcciones ante las que se detiene su mirada, esa luz y esas sombras son hoy el trasunto de las mismas que iluminaban y acechaban durante los años treinta, cuando cabe suponer que irrumpió en Valencia de mane­ra más decidida eso que llamamos la modernidad arquitectónica.
Lo que parece claro es que Marcelo Fuentes se ha planteado su papel en esta exposición como una especie de variación sobre lo que ya viene siendo su trabajo. Ha tratado –y ha conseguido– mantenerse fiel a sí mismo sin descuidar el compromiso con el tema propuesto. Lo que sucede es que las arquitecturas de la Valencia de los años treinta no res­ponden sino a una experiencia todavía un tanto indefinida. De hecho, uno se pregunta si los transeúntes de aquellas calles o los habitantes de aquellas viviendas no las veían, a su manera, tan extrañas como pueden llegar a ofrecérsenos en las pinturas o los dibujos de Marcelo Fuentes. Es difícil saber si la gente se sentía a gusto en ellas, o por que las prefe­ría a esas otras casas o lugares de donde aquellos valencianos provenían. Las casas permanecen, pero casi todos ellos están muertos.

En cualquier caso, hay algo que no acaba de estar del todo claro en este asunto. Puesto que, al fin y al cabo, ¿por qué una ciudad habría de defi­nirse precisamente por sus arquitecturas? No hay que descartar la posi­bilidad de que ese presunto protagonismo resulte un tanto espúreo. En realidad, para bien y para mal, parece que la vida ciudadana no se encuentra tan inequívocamente determinada por la arquitectura como podría llegar a creerse. Todos damos por supuesto, aun cuando fingimos ignorarlo, que un ser humano no va a ser ni mejor ni peor por el solo hecho de vivir rodeado de venerables ruinas grecorromanas, exqui­sitas villas renacentistas o espectaculares palacios barrocos, famosos ras­cacielos o amenos jardincitos suburbanos. Sabemos que hay muchas otras cosas a considerar. Puesto que la arquitectura, en cuanto que forma de vida, no es tanto una condición moral cuanto un resultado; no ha de ser entendida tanto como una pregunta (aunque puede o hasta deba serlo también, hasta cierto punto) cuanto, sobre todo, como una respuesta o, al menos, como la neutralización de un problema.
Y la arquitectura valenciana de los años treinta no era sino la respuesta a una situación histórica de mas amplio alcance, un universo lleno de inquietudes recientes y todavía confusas. Ahora bien, a una situación de esta clase le ha de corresponder su propia y singular intemporalidad. No la del mundo clásico, por supuesto, sino la de una modernidad tan borrosa como inevitable. Marcelo Fuentes se las arregla para dotar de forma a esa modernidad en su dimensión arquitectónica, pero lo hace confrontándola de una manera, se diría, provocativamente tradicional: se queda con algunos de sus aspectos; luego, los pinta o los dibuja y así, por tanto., los interpreta. Nada, pues, de fulgores neo-objetivistas, ni de documentación fotográfica (salvo como instrumento auxiliar en el pro­ceso que lleva a la obra), ni de ilusionismo cinematográfico, ni mucho menos de tratamiento informático, de representaciones virtuales, a las que tanto se presta la imagen de la arquitectura.
En el celebre dialogo de Valéry, el sabio Eupalinos sostenía que unos edificios son mudos, que otros hablan y otros cantan. De hecho, los que se nos muestran en la obra de Marcelo Fuentes suelen ser más bien mudos. Desde luego que jamás se les oye cantar. Y, si es que hablan, parece que lo hacen solo en voz baja, como susurrándose algo a sí mis­mos. En sus imágenes no se percibe ni siquiera el rumor del movimien­to humano, ese fragor de las calles que les prestaría un sentido inme­diato, como el que reclamaba El Lissitzky. Es como si todas esas cons­trucciones se hubieran erigido por su propia cuenta y no supiesen por que están ahí. Si es cierto que la arquitectura, que es más praxis que teo­ría, habría de ser vista más como una respuesta o una solución que como una pregunta, también lo es que los edificios que pinta de Marcelo Fuentes vuelven a presentarse como figuras enigmáticas: como una interrogación que ya no es fundamentalmente arquitectóni­ca, sino estrictamente pictórica.
Hay ciudades visibles y ciudades invisibles, afirmaba Alfred Döblin. Las primeras serían como "una suma de legados de difuntos": un pasado más o menos favorable, superviviente y, por ende, triunfante; la ciu­dad invisible, "la que crea la gente de hoy", lo es porque remite a un todo esencialmente inabarcable, porque carece de autentico sentido en sus singularidades, es decir, porque no se constituye como un con­glomerado de monumentos. Parece evidente que esas ciudades a las que nos remite Marcelo Fuentes, como la Valencia de los años trein­ta, serian más bien invisibles. En ese caso, debe resultar obvio que la tarea en la que se ha comprometido consiste, en buena parte, en hacerlas visibles, dignas de formar parte de nuestra memoria. Incluso un artista tan radicalmente moderno como El Lissitzky, si hubiese tenido la oportunidad de conocernos un poco, lo habría entendido, quizá sin mayores dificultades.
Vicente Jarque

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